De entre a muita literatura produzida nos últimos dois anos sobre os perigos de uma cega luta antiterrorista, tendo em conta especialmente o célebre “Patriotic Act” (Lei patriótica) estadunidense, merece um lugar de destaque uma recente conferência do célebre filósofo norte-americano e professor da Universidade de Stanford (Califórnia) Richard Rorty, que o El País acaba de publicar em versão castelhana, depois de ter sido publicada em alemão pelo Die Zeit . Rorty está longe de fazer parte da “esquerda universitária” norte-americana (academic left), ou sequer de simpatizar muito com ela.
De qualquer modo o seu texto é um notável alerta contra o perigo de o fundamentalismo securitário anti-terrorista poder servir de pretexto para restringir fatalmente as liberdades civis e os princípios do Estado de Direito.
Vale a pena respigar algumas passagens:
«Porque el mayor impacto que [os terroristas] podrán obtener con sus infernales máquinas y sus horrendos atentados no serán el sufrimiento y la muerte. El mayor impacto lo tendrán las medidas que los Gobiernos occidentales tomarán para responder al terrorismo. Estas respuestas podrían significar el final de algunas instituciones que fueron creadas durante los doscientos años posteriores a las revoluciones burguesas en Europa y Norteamérica.
La sospecha ampliamente extendida de que la guerra contra el terrorismo es potencialmente más peligrosa que el terrorismo en sí me parece completamente justificada. (...)
Muy distinta sería la situación en caso de un ataque terrorista. Los políticos harían todo lo posible por evitar nuevos atentados, se sentirían tentados a superarse unos a otros en dureza y en la toma de medidas de mayor alcance. Se trataría incluso de medidas que podrían poner fin al Estado de derecho. Y la rabia que se siente cuando el sufrimiento anónimo lo inflige la acción humana y no las fuerzas de la naturaleza, hará que la opinión pública acepte dichas medidas. Es cierto que el resultado no sería ningún golpe de Estado fascista. El resultado sería una catarata de medidas que iniciarían un cambio en las condiciones sociales y políticas de la vida occidental. Los jueces y los tribunales perderían su independencia, y los mandos militares regionales recibirían de la noche a la mañana una autoridad que antes sólo tenían los funcionarios electos. Los medios de comunicación, a su vez, se verían obligados a ahogar las protestas contra los acuerdos gubernamentales.
El miedo ante una evolución de este tipo está mucho más extendido entre los estadounidenses como yo que entre los europeos, porque sólo en Estados Unidos el Gobierno ha afirmado que nos encontramos en un estado de guerra prolongado. (...)
Tal vez sea ésta una visión demasiado pesimista del futuro. Posiblemente Ashcroft haya conseguido intimidarme de tal forma - al igual que a muchos otros estadounidenses - que veo fantasmas por todas partes. Deseo de todo corazón que así sea. No obstante, compruebo que las instituciones democráticas, al menos en mi país, se han vuelto muy frágiles. Me temo que todos los precedentes creados por el Gobierno de EE UU como respuesta al 11-S influirán mucho en los gobiernos de otras democracias. Después de los atentados en Madrid, el escenario estadounidense también podría repetirse en Europa. Aunque los servicios de espionaje y las fuerzas armadas en los países miembros de la UE no sean ni de lejos tan poderosos como en EE UU, sí podrían hacerse de repente con facultades que nunca antes habían tratado de conseguir. La Junta en Washington lo vería con buenos ojos. (...)
Un estrato del poder en EE UU y en la Unión Europea se ha acostumbrado a la idea de que sólo puede cumplir con su deber de garantizar la seguridad nacional ocultando por completo sus actividades a la opinión pública. El 11-S ha reforzado aún más sus convicciones y, probablemente, si se producen más atentados terroristas, esas elites acabarán creyendo que para poder salvar la democracia primero hay que destruirla. Pero si se produce el peor de los cambios posible, los historiadores tendrán que explicar algún día a la humanidad por qué la época dorada de Occidente sólo duró 200 años. Los pasajes más tristes de sus libros hablarían de cómo los ciudadanos de las democracias contribuyeron con su cobardía a provocar la catástrofe.»